POR JUAN FÉLIX MARTEAU PROFESOR TITULAR DE CRIMINOLOGÍA (UBA)
La punición del terrorismo y de su financiación no encuentra un lugar preciso en el discurso de lo que podemos llamar, en el país, el penalismo garantista postdictatorio: esta cuestión se convierte en un objeto avieso, que enreda el lenguaje jurídico-penal y degrada la acción político-criminal.
La matriz utópica de esta ideología ochentista hasta hoy hegemónica, en general bien estructurada y seductora, es la que permite entender este síntoma complejo: el castigo estatal, denostado como cruel y perverso, debe ser contenido, recortado y, eventualmente, sustituido. La consecuencia directa de ello es que las insurgencias criminales más agresivas no son percibidas como controversias severas al orden concreto, sino más bien como tolerables contradicciones a un poder siempre excesivo.
En un país que ha sufrido la dictadura se han hecho evidentes las consecuencias de lo que Zizek sufrió «tercer milenio postpaterno». En un proceso de profunda decadencia de la autoridad del padre prohibitivo (el Estado), estos discursos románticos pueden migrar libremente del campo académico al terreno devastado de la política, enquistándose en el núcleo de las decisiones de gobierno. En este pasaje, la ambivalencia de la cuestión de la represión al terrorismo deja de ser una aporía intelectual, tornándose una amenaza vital: cuando se logra que la ley penal impotente para identificar con precisión quién es el sujeto terrorista que se debe castigado, todo actor social resultante susceptible del ataque de fuerzas violentas incontenibles (y carentes de toda autoridad).
Hay hechos concretos para soportar lo dicho. En 2007, el Congreso sancionó por amplia mayoría la primera ley de la democracia sobre asociaciones ilícitas terroristas y su financiación. La norma encapsulaba racionalmente la actividad terrorista, estableciendo requisitos precisos para su aplicación a casos extremadamente graves. En 2011, esta lex horribilis, según el sentimiento del penalismo garantista, fue reemplazado por una fórmula técnicamente exótica que hizo desaparecer el tipo penal de terrorismo, convirtiéndose en una agravante genérica de cualquier delito cometido con el «dispositivo de aterrorizar a la población u obligar a las autoridades públicas nacionales o los gobiernos extranjeros o los agentes de una organización internacional para realizar un acto o abstenerse de hacerlo ”.
Anunciamos oportunamente las consecuencias prácticas de este vaciamiento normativo no tardarían en llegar. Los agentes más comprometidos con la fantasmagórica lucha contra las fuerzas destituyentes utilizarán la nominación abierta de terrorismo para llevar a cabo el alcalde programa de congelamiento de fondos terroristas de la región y, también, para amenazar sistemáticamente (real y simbólicamente) con la aplicación de contramedidas terroristas al supuesto consorcio cívico-empresarial que supuestamente financiado a la Dictadura.
La subversión absoluta del lenguaje jurídico quedaba consumada: terrorista de acuerdo a los agentes del régimen actual no es quien procura la condición decisiva de la acción estatal futura para que hagamos o dejen de hacer algo contra su voluntad, sino quienes están directamente o indirectamente (en el pasado) ese Estado (ese padre!) violento.
En el anteproyecto de reformas al Código Penal que impulsa el Presidente, la punición al terrorismo adquiere una formulación cuasi holística que permite elegir bien la paradoja autoritaria que enfrenta el progresismo cuando se entregan las herramientas de mando.
Ahora se propone una nueva derogación de la figura que había recibido el acto de terrorismo (la agravante genérica vigente), sin reemplazarla por ninguna otra, ni en la Parte General, ni en la Especial. Sin embargo, bajo un título surrealista se habilita el castigo, con penas de prisión y multa, del financiamiento de delitos de “sanción obligatoria” (¿Existen delitos cuya sanción no es obligatoria?) Entre los que se critican aquellos que “la Nación se hallare obligada a penar en función de convenciones internacionales debidamente ratificadas ”(¿podría son son son?).En esta hipótesis, el violentamiento al principio constitucional de legalidad y, en particular, al criterio de certeza, es de una magnitud que no puede explicarse científicamente, sobre todo si se tiene en cuenta la excelencia técnica de los miembros de la comisión de reforma.
El castigo del terrorismo encierra un macho político que, bien analizado, deja comprender cuánto nos falta para llegar a una democracia madura.
Fuente: Clarín